Prof. Santiago
Madrigal Terrazas, sj
Aula
de Teología / Santander
17 de Febrero de 2015
INTRODUCCIÓN
Buenas
tardes a todos y encantado de estar una vez más en estos cursos de Teología. No
soy muy especialista en Santa Teresa; conozco y tengo cierta querencia del
siglo XVI por razones de mi formación jesuítica y estudios sobre san Ignacio de
Loyola, contemporáneo de Teresa de Jesús y por eso tengo una cierta iniciación
de este momento crítico de dicho siglo, la reforma protestante y el Concilio de
Trento.
Por tanto, conforme al tema que se
me ha encomendado, voy a tratar de situar en el siglo XVI a esta mujer que vive
entre 1515 y 1582.
1. Preámbulo: cinco siglos
después del nacimiento de Santa Teresa de Jesús
Quinientos
años después de su nacimiento, Santa Teresa de Jesús (1515-1582) sigue
provocando el asombro cultural y espiritualmente. Bastará con unas indicaciones
tomadas de la prensa reciente. Gustavo Martín Garzo, en la cuarta página de El
País del sábado 11 de Octubre de 2014, en un bello artículo titulado “La esposa
de la canción”, subrayaba este aspecto: cinco
siglos después de su nacimiento seguimos leyéndola con gozo. El lema de sus
reflexiones, realmente interesantes, está tomado de la descripción que de la
santa de Ávila hiciera el filósofo rumano E. Cioran, que habló precisamente en
estos términos: Santa Teresa era una
esposa de la canción, un corazón traspasado, el misterio del solitario, de una
pasión divina imparcial, la misma fuerza, lo mismo… Todo su tambaleo en un trance de éxtasis es la esposa del Cantar que
deambula y no encuentra, es todo el embebecimiento sabroso, es la esposa de la
canción que ha logrado su propósito, o que ha sido secuestrada por sorpresa.
El
comentario hilado del escritor vallisoletano ahonda en este mismo punto: Teresa habla del Dios en el que cree como la
esposa del Cantar lo hace de su amado. Su Dios no es una entidad abstracta, como el Dios de las grandes
religiones, sino que tiene una dimensión humana. Y recurre al
pasaje del Libro de la Vida, (capítulo
29,13) que narra uno de sus encuentros místicos y que bien podía haber servido
de inspiración a Gian Lorenzo Bernini para esculpir la famosa imagen de la
transverberación y del arrobamiento teresiano, la que consta en el tríptico de
este curso del Aula de Teología. Dice el texto teresiano exactamente así:
Vi a un
ángel cabe mí hacia el lado izquierdo en forma corporal, lo que no suelo ver
sino por maravila. (…) No era grande,
sino pequeño, hermoso mucho, el rostro tan encendido que parecía de los ángeles
muy subidos, que parece todos se abrasan. (…) Veíale en las manos un dardo de
oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego. Este me
parecía meter por el corazón algunas veces y que me llegaba a las entrañas. Al
sacarle me parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor
grande de Dios. Era tan grande el dolor que me hacía dar aquellos quejidos, y
tan excesiva la suavidad que me pone este grandísimo dolor que no hay desear
que se quite, ni se contenta el alma con menos que Dios. No es dolor corporal,
sino espiritual, aunque no deja de participar el cuerpo algo, y aun harto. Es
un requiebro tan suave que pasa entre el alma y Dios, que suplico yo a su
bondad lo dé a gustar a quien pensare que miento...
El literato castellano, psicólogo de formación, afirma que los pasajes en los que Teresa narra sus
arrobamientos y sus raptos nada tienen que ver con los delirios de un
psicótico. Un delirio es un sueño que no se puede compartir. Teresa, que es
capaz de narrar esos encuentros, es más bien esa amante que sufre trastornos y
llega a enfermar en su camino de perfección. Santa Teresa es como el trapecista que vuela a lo alto, pero
sabe que tiene que descender, ocuparse de sus monjas, de su escritura, de sus
compromisos con el mundo y con su propia fe. Por eso, quiere reformar el Carmelo, para hacer frente a esos
compromisos. Para ella un convento es un lugar donde vivir.
Hemos llegado así al tema propio de esta
conferencia, «Renovación y reforma de la Iglesia: una perspectiva histórica»,
que ha de servir de marco a este ciclo. Con todo, el mejor fruto de este curso
será volver a leer los textos mayores de la Santa: el Libro de la Vida (1565),
Camino de perfección (1566), el Libro de las fundaciones (1573-1582),
las Moradas o castillo interior (1577)[1].
De todos ellos les hablarán buenos especialistas. Se ha dicho que la prosa de
esta mujer, doctora de la Iglesia y una de las cumbres de la mística universal,
es quizás la más destacada del Siglo de Oro, después de la de Miguel de
Cervantes, que asombra por su sencillez, su claridad y su musicalidad interna.
De su escritura dice Gustavo Martin Garzo: Escribir
para ella es relacionarse con lo que desconoce. La búsqueda de un interlocutor
providencial que le haga decir lo que no sabe explicar; la espera, en suma, de
la gracia. (…) Tal es el misterio de Santa Teresa, y lo que hace que cinco
siglos después de su nacimiento podamos seguir leyéndola con gozo: transforma
la religión en poesía.
2. Breve
semblanza biográfica de una mística y reformadora
A
mí me han encomendado, al comienzo de este ciclo, una conferencia que sirva de
marco, centrada en la renovación y reforma de la Iglesia en perspectiva
histórica, ayer y hoy, y que entiendo debe servir para presentar la gran figura
de esta mujer como mística y reformadora en esa época convulsa que fue el siglo
XVI, marcado decisivamente por la Reforma protestante.[2]
Vayan por delante unas
pinceladas biográficas para trazar una breve semblanza de esta mujer, que nació
en 1515, hija de Beatriz de Ahumada y Alonso Sánchez de Cepeda, y, como
seguramente ella misma sabía, descendiente de judeoconversos. Su abuelo paterno
había sido penitenciado por la Inquisición toledana en el año 1485. La familia
se vio obligada a abandonar un floreciente negocio de paños en Toledo y a
trasladarse a Ávila. Su madre murió pronto. Tuvo once hermanos y sufrió una
primera crisis de salud con 17 años, de modo que estuvo dos años casi
paralítica, sufriendo horribles padecimientos físicos. Como don Quijote de la
Mancha y S. Ignacio de Loyola se enfrascó en libros de caballería con mucho
gusto; era una lectora empedernida. Esta mujer hizo frente a su padre que no la
quería ver monja, ingresando en el monasterio de la Encarnación en 1536. Pronto
vuelve a caer enferma. Teresa emprende un camino de intensa oración; sin
embargo, durante un largo proceso –según confiesa biográficamente- entre 1540 y
1554, su vida fluctúa entre sus inclinaciones naturales, que le llevan a
cultivar sus amistades y pasatiempos en el locutorio, y las exigencias de una
vida para Dios, que la apremia a dejar aquellas conversaciones vanas y
entregarse de lleno a la oración. Pronto se va a encontrar con confesores que
no la entienden, que ponen bajo sospecha su intensa oración que adopta la forma de la oración silenciosa o
mental, la que, en la terminología
teológica de la época, se denominaba
«recogimiento». Tuvo visiones místicas del Señor y, poco a poco, fue perfilando
un proyecto reformador del Carmelo. Ella misma se adelantó, a instancias de sus
mejores confesores, como el
dominico García de Toledo, a poner por escrito,
a sus 47 años, su autobiografía, el Libro de la Vida, que luego sería
examinado minuciosamente por la Inquisición. Tras luchar por encontrar la paz
interna y su voz espiritual, había iniciado en Ávila, en 1562, su aventura
fundacional con el nuevo convento de San José.
Situada
en el espacio y en la geografía, un gran conocedor de la santa, el carmelita
Teofanes Egido señala que la reforma
teresiana femenina fue un hecho sustancialmente urbano, cuyos asentamientos
coinciden con los centros urbanos de Castilla, una Castilla muy floreciente,
sobre todo en la primera mitad del siglo XVI. Desde el punto de vista
cronológico, el tiempo, Teresa vive durante el llamado Siglo de Oro español,
una época de apogeo de la cultura española, en la que la monarquía católica de
Carlos I y Felipe II alcanzan su máximo poderío económico, militar y político.
Aunque el siglo XVI sirve de escenario a una grave crisis religiosa.
En Camino de Perfección (1,2) notamos cómo
resuenan los avatares, lo que está ocurriendo en el mundo exterior. Dice:
En este tiempo
vinieron a mí noticia de los daños de Francia y el estrago que habían hecho
esos luteranos… Diome gran fatiga, y como si yo pudiera hacer algo o fuera
algo, lloraba con el Señor y le suplicaba remediase tanto mal. Parecíame que
mil vidas pusiera yo para remedio de un alma… Y como me vi mujer y ruin, e
imposibilitada de aprovechar en lo que yo quisiera en el servicio del Señor, y
toda mi ansia era, y aún es, que pues tantos enemigos y tan pocos amigos, que
ésos fueran buenos, determiné a hacer eso poquito que era en mí, que es seguir
los consejos evangélicos con toda la perfección que yo pudiese y procurara que
estas poquitas que están aquí hiciesen lo mismo.
Esta
mujer contemporánea de Erasmo y de Lutero, de Ignacio de Loyola y de S. Juan de
la Cruz, fue plenamente consciente de los graves acontecimientos de su tiempo.
Conforme avanza el reinado de Felipe II, Castilla
–escribe Teófanes Egido- cerrada a
Europa, se abre al cielo, con su sistema férreo para interceptar toda
injerencia ideológica exterior que oliese a herejía; con el Santo Oficio de la
Inquisición tan popular como temido para ahogar brotes internos, es el hecho
que explica también el sentido de la obra de Teresa, que se engarza
originariamente, más que con Trento, con fuertes corrientes reformistas,
anteriores a Lutero. De este aspecto, del viejo reformismo hispano, nos
ocuparemos enseguida.
Sus
obras están salpicadas de referencias a las guerras de religión, al Concilio de
Trento, a los enfrentamientos con Francia, a los procesos inquisitoriales, a la
conquista de las tierras americanas, y al índice de libros prohibidos (1559).
Merece la pena recurrir a un texto que refleja ese estado de persecución
inquisitorial, del que brota una profunda experiencia religiosa que la retrata.
Dice en el capítulo 26.5 del Libro de la
Vida:
Cuando se quitaron
muchos libros de romance, que no se leyesen, yo sentí mucho, porque algunos me
daba recreación leerlos y yo no podía ya, por dejarlos en latín; me dijo el
Señor: ‘No tengas pena, que Yo te daré libro vivo’. Yo no podía entender por
qué se me había dicho esto, porque aún no tenía visiones. Después, desde a bien
pocos días, lo entendí muy bien, porque he tenido tanto en qué pensar y
recogerme en lo que veía presente, y ha tenido tanto amor el Señor conmigo para
enseñarme de muchas maneras, que muy poca o casi ninguna necesidad he tenido de
libros.
Su Majestad ha sido el libro verdadero adonde he visto las verdades. ¡Bendito sea tal libro, que deja imprimido lo que se ha de
leer y hacer, de manera que no se puede olvidar!
Es
preciso destacar el espíritu misionero de Teresa de Cepeda y Ahumada.
Normalmente, asociamos la experiencia mística y la vida contemplativa a un fin
en sí mismo. Sin embargo, esta mujer le da un sentido apostólico a su
contemplación. De los cinco primeros años en San José de Ávila, la fundadora
recuerda estas dos cosas: Primera, que fueron “los más descansados de mi vida, cuyo sosiego y quietud echa harto de
menos muchas veces mi alma” (Fundaciones
1, 1) y, segunda, que fue allí también, en el convento de San José de
Ávila, el primero de su reforma, donde crecieron incontenibles sus deseos
apostólicos del bien de las almas. El espíritu misionero de Santa Teresa tuvo
su detonante en una circunstancia concreta, bien conocida: en el verano de
1566, con ocasión de la visita de un franciscano, fray Alonso Maldonado, que
venía de las Indias, de Nueva España (México), y que hablaba con énfasis de «los muchos millones de almas que allí se
perdían por falta de doctrina, e hízonos un sermón y plática animándonos a la
penitencia” (Fundaciones, 1, 7). A Teresa, que ya conocía el frente
de los luteranos, se le abre así otro horizonte para ofrecer su oración y su
vida. Sin embargo, como señala Salvador Ros[3],
buen conocedor de la obra teresiana, las raíces de su vocación misionera hay
que buscarlas más atrás, en el proceso mismo de su experiencia mística, en un
pasaje del Libro de la Vida (17,5) donde habla a su interlocutor, el
dominico García de Toledo, de tres «mercedes» o etapas de su experiencia
interior mística:
Gustará vuestra
merced mucho, de que el Señor se las dé todas, si no las tiene ya, de hallarlo
escrito y entender lo que es. Porque una merced es dar el Señor la merced, y
otra es entender qué merced es y qué gracia, otra es saber decirla y dar a
entender cómo es (…); que por cada una es razón alabe mucho al Señor quien la
tiene, y quien no, porque la dio su Majestad a alguno de los que viven para que
nos aprovechen a nosotros.
Estas
tres etapas consisten en sentir, entender y comunicar: Sentir la gracia que nos
quiere transmitir el Señor; entender de qué se trata y comunicarla a los otros.
Aquí se asienta la misión espiritual teresiana y su afán de comunicar la
experiencia de Dios que ella ha sentido. Basten estos datos incompletos,
inspirados de la compleja y amplia vida de santa Teresa, para echar por delante
el hilo directriz que ha de seguir guiando esta reflexión: Teresa de Jesús es
una de las personalidades de la reforma católica en medio de la gran crisis
religiosa del siglo XVI.
3. «Tiempos recios»: en medio de la crisis
religiosa del siglo XVI
Comencemos deslindando los límites, explicando los
términos, en este caso, la etiqueta de «reformadora» que añadimos al nombre de
Teresa de Jesús. Según el clásico diccionario de Casares, reformador es
el que reforma. Y reformar es volver a formar, rehacer, reparar,
restaurar, corregir, poner en orden. En un sentido más concreto significa
restituir una orden religiosa u otro instituto a su primitiva observancia y
disciplina; algo de esto va a hacer Teresa de Jesús. Ahora bien, en una esfera
más personal e íntima, el término
reformar significa enmendarse, corregirse, moderarse. La obra
reformadora de Santa Teresa, la restitución del Carmelo, brota de dentro, del
hondón de su alma, como ya hemos indicado, pero no es para nada ajena a las
circunstancias en las que ha desarrollado su vida.
En este horizonte de renovación y reformas, la figura de
Teresa de Jesús queda encuadrada en un epígrafe más amplio, en ese gran tiempo
de reformas. Esa Reforma que se escribe con mayúscula y en plural. Ella misma empleó una expresión
para calificar la etapa histórica concreta que le tocó vivir, «tiempos recios»,
una etapa dominada por muchos movimientos de reforma con minúscula, nacidos en
el seno de la Iglesia a lo largo de los siglos XV y XVI; unos apuntaban a la
reforma general de la Iglesia y otros, a la reforma de órdenes o instituciones
religiosas; unos empeñados en restaurar las primitivas observancias, otros
lanzados a instaurarla con fórmulas nuevas. Tal sería el caso, muy
significativo para esa época, de S. Ignacio de Loyola, que funda la Compañía de
Jesús en 1540. Teresa, por su parte, busca recuperar la raíz ascética del
Carmelo primitivo.
Ahora
bien, toda esta época aparece señalada con el fenómeno de la Reforma, con
mayúscula, la Reforma iniciada por Lutero en 1517, fecha simbólica -a los dos
años del nacimiento de Teresa de Jesús- en la que Lutero clavaría las tesis
sobre las indulgencias en la puerta de la Iglesia del Castillo de Wittenberg y
acompañada por seguidores en toda Europa: Zwinglio, Bucero, Ecolampadio,
Calvino, etc. y por fenómenos paralelos, como el cisma de la Iglesia de
Inglaterra; todos ellos bajo el común denominador de la ruptura con la vieja
Iglesia católica.
En
este momento es donde hay que situar también el concilio de Trento, 1545-1563.
A veces se puede pensar que el concilio estuvo reunido todos esos años; sin embargo,
se desarrolló en tres etapas distintas que apenas duraron un año y medio o dos
años. Y, de fondo, un debate entre historiadores, una cuestión técnica que no
es en nada ajena para hacernos la composición de lugar y hablar de Teresa de
Jesús y su propia reforma del Carmelo.
a)
El Concilio
de Trento (1545-1563): ¿reforma católica o contra-reforma?
Al
intentar situar a Teresa de Cepeda y Ahumada en medio de estas reformas, nos
sale al paso un debate entre los historiadores que viene motivado por el enjuiciamiento
de los acontecimientos de aquella época, pues pareciera que Lutero y la Reforma
evangélica fuera la acción primaria, la luz en medio de las tinieblas o la
aparición providencial del profeta, que habría suscitado, con posteridad, la
reacción vigorosa del catolicismo romano, en contra de su amenaza, es decir: la
contra-reforma. Nos introducimos así en un debate historiográfico de gran
calado acerca del término «reforma», con mayúscula o sin ella, así como su
antónimo «contra-reforma», y otras variantes lingüísticas incorporadas al
vocabulario de los historiadores, como «reforma católica», «restauración»,
«reforma romana». De hecho, el sustantivo Reforma con mayúscula se ha
venido reservando para designar el hecho del protestantismo del siglo XVI iniciado
por Lutero, aunque no han faltado voces que han reivindicado el carácter
positivo de una reforma católica (o tridentina).
Todos
estos términos mencionados, que no son ajenos a las polémicas y a las
controversias confesionales, indican la dificultad de ubicar el Concilio de
Trento en la historia: ¿se trató simplemente de corroborar el patrimonio
antiguo de doctrina y costumbres saliendo al paso de herejías o se imprimió un
nuevo impulso a la vida eclesial abriendo nuevos caminos? ¿Fue el Concilio un punto
de partida de procesos innovadores o el robustecimiento de tendencias ancladas
en el pasado? ¿Se habría producido una renovación católica sin el desafío de
los protestantes en Europa? O, dicho en términos de un interrogante más
esquinado: ¿acaso el catolicismo tridentino es algo más que anti-reforma
protestante?
A mediados del siglo pasado, en 1946, cuando Hubert Jedin estaba
poniendo en marcha su monumental investigación sobre el concilio de Trento redactó un breve trabajo en el que revisaba los presupuestos
tradicionales: ¿reforma católica o contrarreforma? El gran estudioso explicaba
y aceptaba los dos términos, «reforma católica” y “contrarreforma”. Para Jedin,
la «reforma católica», que define como la
reflexión sobre sí misma operada por la Iglesia en orden al ideal de vida
católica alcanzable mediante una renovación interna, tiene varias etapas, empezando con el
movimiento de la devotio moderna –que nos lleva al siglo XIV- y la
vuelta a la observancia de las órdenes religiosas a finales de la Edad Media. A
partir de 1540, la renovación –la reforma católica- se plasma en la fundación
de la Compañía de Jesús, de algunas otras órdenes y, sobre todo en la
consolidación del designio reformador del papado. Una tercera etapa coincide
con el Concilio de Trento, y la cuarta empieza con la aplicación de las
decisiones conciliares y se extiende un largo período de años. Por su parte, la
«contrarreforma» es un fenómeno de autodefensa que comienza en 1520 con la
controversia y condena de Lutero, sigue con la creación de la Inquisición en
1542 y el desarrollo del índice de libros prohibidos. Por tanto, a esta luz, la
“reforma católica” es, respecto a la “contrarreforma”, un proceso de más larga
duración y sus raíces se remontan a los movimientos previos para una renovación
de las costumbres y de la disciplina en los siglos precedentes, de donde saca
fuerzas para afrontar el gran desafío que había planteado Lutero.
b) Las raíces de la reforma del catolicismo
Pueden señalarse, desde una perspectiva histórica, dos
vías tradicionales para la reforma de la Iglesia. Una es de tipo institucional,
y corresponde al Concilio. Un buen ejemplo nos lo ofrece la proclama surgida en
la época del Concilio de Vienne (1311), que habla de la «reforma en la cabeza y
en los miembros» -es decir, desde las altas instancias de la Iglesia hasta el
último bautizado, han de entrar en este proceso- y concede una gran importancia
a la institución conciliar. En esta línea se situaba el V Concilio de Letrán
(1512-1517), que buscó la reforma de la Iglesia poco antes del primer
aldabonazo de Martín Lutero, pero se quedó en buenas palabras. Allí estuvo, por
ejemplo, Juan del Monte, futuro legado en el Concilio de Trento y futuro papa
Julio II.
La otra gran vía tradicional de reforma de la Iglesia
procede de la mística, de la plegaria, de la santidad de vida. En esta línea
podemos mencionar a Santa Catalina de Siena, terciaria dominica convencida de
la necesidad de una reforma de la Iglesia a mediados del siglo XIV, después de
ese trance terrible para la Iglesia que fue el cisma de Occidente y previo a
los dos años de la llamada “cautividad babilónica” del papado, cuando los papas
no residieron en Roma, sino en Aviñón. En su oración, esta mística no hace sino
pedir la reforma del cuerpo místico en aquel momento crucial del cisma de
Occidente. La vía mística reaparece a finales de siglo XV, hacia 1480, con el
fraile dominico Savonarola, que aboga desde el convento de San Marcos de
Florencia por una reforma de la Iglesia universal.
En contra de la
simplificación histórica aceptada durante mucho tiempo, no han faltado impulsos
de reforma en la Iglesia católica entre el fin del gran cisma (1378-1417) y el
Concilio de Trento (1545-1563). En los discursos y en los proyectos del V
Concilio de Letrán no estuvo ausente el anhelo de una reforma en la cabeza y en
los miembros. En Francia había habido obispos celosos y numerosos sínodos
diocesanos que se habían empeñado en fomentar e intensificar el fervor
religioso. Otro tanto se puede constatar en Alemania.
En un momento en
que proliferaron tantos abusos, como hemos recordado, nacía también la devotio
moderna, a finales del siglo XIV, que se iba a expandir, con su impulso de
la meditación metódica y cristocéntrica. Por otro lado, nunca se ha predicado
tanto como en el siglo XV. En la misma Italia, cuyos ambientes intelectuales
estaban tan paganizados, han nacido los hermanos de la vida común y nacen
también las primeras congregaciones de clérigos regulares que son anteriores al nacimiento de la
Compañía de Jesús: los teatinos en 1524 y los capuchinos al año siguiente; los
barnabitas en 1523 con su rama femenina de las angélicas de S. Pablo; Angela
Médici crea el instituto de las ursulinas en 1535. En una palabra: la Iglesia
católica conservaba fuerzas vivas y posibilidades de renovación.
Aunque
el emperador Carlos soñaba aún con la unidad de la cristiandad, cuando Paulo III acepta, en 1540, la
fundación de la Compañía de Jesús, la ruptura de la Iglesia católica romana con
los cristianos devenidos protestantes ya se había consumado. El Concilio de
Trento no hizo sino levantar acta de aquella ruptura. La cristiandad había
vivido una crisis muy grave entre 1520-1545. Los jesuitas no fueron la primera
congregación de clérigos regulares creados antes del concilio de Trento. Este
nuevo tipo de congregación respiraba el aire de aquella época, es decir,
correspondía a un análisis penetrante de las necesidades religiosas de la
época. Las condiciones religiosas del siglo XVI, ligadas a la difusión del
protestantismo y de la expansión cristiana misionera de ultramar, exigían a las
nuevas congregaciones un estilo diferente al de los monjes de la Edad Media.
c) Teresa de
Ávila (1515-1582) y la reforma del Carmelo
Teresa
de Ávila, en su reforma del Carmelo iniciada en 1562, es deudora, en primer
término, del viejo reformismo hispano que se remonta al siglo XIV y que en la
península ibérica tuvo una especial relevancia. Esta mujer es la hija de una
España que exhibía en la primera mitad del siglo XVI una vitalidad religiosa
asombrosa -como en ningún otro lugar de Europa- donde los monarcas habían
velado por la residencia de los obispos en sus diócesis y donde se había puesto
en marcha una reforma interna gracias al cardenal Cisneros, fallecido en 1517. Cuando
se reúna Trento, una de las grandes cuestiones será revitalizar, reformar, la
figura del obispo, del obispo-pastor, no del obispo-mercenario; la mayor parte
de los obispos no residen en su diócesis, no tienen ningún interés pastoral. Junto
a la Universidad de Alcalá, florecía la de Salamanca que se había convertido en
una pequeña Roma. Era allí donde Francisco de Vitoria impartía sus famosas
Lecciones sobre las Indias y sobre el derecho de guerra (1538-1539). En aquel
momento la Universidad salmantina desempeñaba en la Europa que seguía siendo
católica el papel teológico que en el siglo XIII había ostentado la de París.
Un buen número de doctores de Salamanca han participado en el Concilio de
Trento. Se puede afirmar que España constituyó en el siglo XVI la roca sobre la
que se apoyaba eso que los historiadores han denominado la “reforma católica”.
No se debe al azar que la Península Ibérica haya visto nacer a Santa Teresa, a
San Juan de la Cruz, a San Ignacio de Loyola, entre otros.
El Concilio
de Trento llegó tarde, muy tarde, para cuantos aspiraban a una reforma de la
Iglesia medieval y abrigaban un deseo de mantener su unidad. Y, sin embargo, el
Concilio pudo poner los fundamentos para aquella renovación de la Iglesia
católica-romana de una forma que sus modestos y difíciles comienzos no hacían
presagiar; fue capaz de impulsar una reforma, de responder a las graves
cuestiones teológicas planteadas desde las obras de Lutero respecto de la
Escritura, de la Doctrina de la justificación, de la Teología de los
Sacramentos.
Seguramente
sus documentos están también lastrados por los límites que determinan las mismas
circunstancias históricas. No obstante, la obra doctrinal y reformista de
Trento, brilla con la luz de una reforma católica, distinta de la protestante,
pero no menos capaz de responder a las nuevas necesidades, ofreciendo
soluciones positivas, sólidas y preñadas de futuro, no puramente negativas. Lo
que estaba en marcha era la época de la confesionalización, es decir, la
configuración de un cristianismo católico y la configuración de un cristianismo
protestante.
En suma: la
constatación de un impulso reformador previo a Lutero, como el que supuso el
inmenso trabajo sobre la Biblia apadrinado por el cardenal Cisneros y que dio
lugar a la Políglota de Alcalá
(1514), o el retorno a las fuentes patrocinado por los reformadores de la vida
monástica y religiosa, o la inspiración de la devotio moderna, permite
hablar de la “reforma católica”; y, a la inversa, si se reconoce que para la
llegada de nuevas formulaciones dogmáticas ha sido necesario el aguijón de las
afirmaciones protestantes, entonces ha habido también una “contrarreforma”.
En esta situación
compleja es donde hemos de situar a las grandes personalidades de la “reforma
católica”,
figuras que se han convertido en representativas por su fidelidad al espíritu y
a las directrices del Concilio de Trento. Entre ellas dos pastores, S. Carlos Borromeo, arzobispo de Milán, que
inaugura el período de la puesta en práctica de la reforma tridentina, y S.
Francisco de Sales, que en cierto sentido lo clausura. El Papa Pío V, con su
celo por elaborar los instrumentos de la “reforma”; Roberto Belarmino que, con
su sistematización teológica y eclesiológica, ha marcado el catolicismo durante
siglos, y Santa Teresa, prototipo del papel de la mística y de la vida
religiosa femenina en la renovación del catolicismo.
Como
protagonista de la “reforma católica”, en Teresa de Jesús está presente el
ideal místico de reforma que quiere dar respuesta a la crítica situación de su
tiempo. A la reforma teresiana le subyace, sin duda, el genuino impulso del
reformismo hispano. Ahora bien, la obra reformadora de la Santa de Ávila
participa también de ese espíritu de época que es la cruzada castellana contra
la secta luterana, sin hacer muchos distingos entre hugonotes, calvinistas o
luteranos. Escribe Teófanes Egido: La
siembra de “palomarcitos” –así llama
Teresa a sus pequeños conventos- obedeció al anhelo de compensar las
iglesias destruidas por esos “luteranos”: en cada uno de los episodios de las Fundaciones gravita la convicción de
estar librando un singular combate de paz contrarreformista. Pero, al mismo
tiempo, resulta curioso que -como los grandes místicos de la época, incluso San
Ignacio, San Juan de la Cruz, San Francisco de Borja- ella sea sospechosa de alumbrada,
esa genuina forma de herejía castellana que se confunde con el erasmismo y
luteranismo ambiental.
4. La
reforma interior de Santa Teresa de Jesús
La
mística teresiana es la mística cotidiana de las pequeñas cosas, de modo que la
presencia divina se acaba colando por cualquier rendija de la existencia
diaria. Es lo que dice a sus monjas: «entre
los pucheros anda el Señor» (Fundaciones,
5, 8). Pero ese encuentro con Dios, lejos de ensimismarla, mantiene abierta su
mirada al mundo que le rodea y ve su situación que arde con la lumbre de las
tensiones sociales, políticas y religiosas que hemos descrito anteriormente. A
la monja en su clausura, le duelen los problemas de este mundo y busca a su
medida y en sus circunstancias cómo ayudar y en qué servir.
El
impulso reformador de Teresa de Ávila, encaja muy bien con las disposiciones
del Concilio de Trento, respecto a las prescripciones de la vida religiosa
masculina y femenina.
a) La legislación
de Trento sobre la vida religiosa
Ya
habíamos dicho que Teresa había iniciado su aventura fundacional en Ávila en
1562. Desde ese momento las dos últimas décadas de su vida transcurren en una
actividad frenética, escribiendo y fundando, hasta su muerte en Alba de Tormes
en 1582, a los sesenta y siete años. La clausura estricta tuvo gran importancia
para la reforma de los conventos femeninos. Con la reforma del Carmelo, Teresa
quiso preservar a sus hermanas de la influencia del mundo, aunque fuera el
familiar, aristocrático y no especialmente escandaloso. Contra la regla de la
clausura, sobre la que insistió la legislación de Trento, se alzaron muchas
protestas por parte de las familias que habían colocado a sus hijas por razones
económicas en los monasterios, considerados como una prolongación de sus propias
casas. Cuando en 1571 la encontramos como priora en la Encarnación de Ávila
advierte de las conversaciones poco edificantes que tienen lugar en el
locutorio con ocasión de algunas visitas.
En la sesión del 3 y 4 de diciembre de 1563, poco
antes de su conclusión, el Concilio de Trento había aprobado un decreto que
afectaba a la vida religiosa masculina y femenina. Aquel decreto quiso
restaurar la clausura estricta. Las hermanas no debían salir del monasterio y
nadie podrá entrar en él. La insistencia en que la clausura fuera «diligentemente restablecida o perfectamente
observada» (cap. V del decreto, 1080), intenta proteger la vida religiosa
femenina, pues las familias tendían a considerar la casa de las hermanas como
aneja a las suyas y sobre las que tenían ciertos derechos. De ahí la
mundanización presente en muchos monasterios. El Concilio, que había fijado
también la edad para la profesión religiosa de las hermanas (16 años como
mínimo), se preocupó de garantizar la libertad de las jóvenes para ingresar en
el monasterio, o no hacerlo si no se sentían atraídas a la vida religiosa. En
lo que respecta a la pobreza, el Concilio estimaba que los religiosos y las
religiosas debían tener lo necesario sin buscar los superfluo (cap. II, 1080).
En lo espiritual, las monjas deberían poder confesarse y comulgar una vez al
mes (cap. X, 1082).
Teresa se ha
consagrado hasta su muerte a una reforma para «sus hijas», que centrará en la observancia de la
clausura y la pobreza. Frente al monasterio enorme, como el que ella había
conocido en la Encarnación, Teresa erigirá conventos reducidos; la desigualdad
social y las diferencias económicas internas entre las monjas, se borrarán con
una igualdad absoluta; las frecuentes salidas del convento se solucionarán por
la clausura tridentina. Así nació un nuevo estilo de vida carmelitana orante.
Ella fundamenta la renovación, tanto personal como comunitaria, en la práctica
y en la enseñanza de la oración, que ella transformará en doctrina mística.
Teresa fue, a la vez, una activista y una mística, alguien para quien lo que de
verdad cuenta es el amor que siente en su relación con ese Misterio inefable
que llamamos Dios y que percibe en la figura de Cristo. Recordemos lo que
escribió como si levitara:
Cuando el dulce Cazador / me tiró y
dejó herida, / en los brazos del amor / mi alma quedó rendida; / y cobrando
nueva vida / de tal manera he trocado, / que mi Amado es para mí / y yo soy
para mi Amado.
b) «Búscame
en ti – búscate en mí»
Hace algunos años, Juan Martín Velasco exponía el
núcleo de la experiencia
teresiana de Dios al hilo de la cláusula «búscame
en ti–búscate en mí», escuchada por la Santa en oración y que debería
servir al esclarecimiento del misterio de Dios y del misterio del ser humano en
la relación que los une.
Su
experiencia puede ayudar a responder a la angustiosa pregunta que resuena a
nuestro alrededor y quizás también en nuestro interior: ¿Dónde está tu Dios? Buscar a Dios
en sí y buscarse a uno mismo en Dios. De esto nos habla muy profundamente la
experiencia de Teresa. «Nuestro problema
es el problema de santa Teresa y sus respuestas pueden, por eso, ser las
nuestras»
Ella ha hecho la experiencia de darse prácticamente
por vencida en la sequedad de su oración. Quisiera seguridad y tiene conciencia
de vivir en la ilusión. El presupuesto de esta búsqueda y el impulso para no
cejar en el intento es un presupuesto primero y básico: caer en la cuenta de que
Dios está en todas las cosas. Un presupuesto ontológico que está a la base de
toda posible experiencia de Dios. Ahora bien, sin el paso por la experiencia
sólo se conoce a Dios de oídas (Jb 4, 25). Un tercer momento: del conocimiento
de Dios nace el conocimiento de sí, y del conocimiento de sí, el conocimiento
de Dios. Escribe en la primera de las Moradas (I, 2, 9):
“Jamás nos
acabamos de conocer si no procuramos conocer a Dios», «mirando sus grandezas
acudamos a nuestra bajeza». En este proceso desempeña un papel especial la
conversión del corazón, el salir de sí mismo, es decir, «dejarse el alma en las manos de Dios, haga lo que quiera de ella”.
La Santa confiesa en diversas ocasiones su condición
de iletrada en teología; sin embargo, su experiencia de Dios a partir de la conversión se hace más
intensa para hablar más desde Dios que sobre Dios:
Tenía yo algunas veces, como he
dicho, aunque con mucha brevedad pasaba, comienzo de lo que ahora diré:
acaecíame en esta representación que hacía de ponerme cabe Cristo, que he
dicho, y aun algunas veces leyendo, venirme a deshora un sentimiento de la
presencia de Dios que en ninguna manera podía dudar que estaba dentro de mí o
yo toda engolfada en El. (Vida, 10, 1)
Y en otro lugar de su autobiografía
escribe:
Estando una vez en oración, se me
representó muy en breve (sin ver cosa formada, mas fue una representación con
toda claridad), cómo se ven en Dios todas las cosas y cómo las tiene todas en
Sí. Saber escribir esto, yo no lo sé, mas quedó muy imprimido en mi alma, y es
una de las grandes mercedes que el Señor me ha hecho y de las que más me han
hecho confundir y avergonzar, acordándome de los pecados que he hecho. (Vida 40, 9)
Añadamos otra de las peculiaridades de la experiencia
teresiana de Dios: el papel mediador insustituible de Jesucristo que incluye la
relación con su humanidad:
Muy muchas
veces lo he visto por experiencia; hámelo dicho el Señor, he visto claro que
por esta puerta hemos de entrar si queremos nos muestre la soberana majestad
grandes secretos. (Vida, 22, 6)
Cristo es el maestro de Teresa,
Cristo es su «libro vivo».
c) Un manual para la reforma: Camino de perfección
Una de las obras mayores de Santa Teresa es Camino
de perfección, de carácter muy práctico, y de amplia difusión desde su
primera edición en el año 1566, cuyas primeras destinatarias fueron las
carmelitas descalzas de S. José de Ávila.
Daniel de Pablo Maroto -uno de los especialistas
carmelitas en Teresa de Jesús- ha investigado a fondo el mensaje central del
libro, el camino de la oración, y la postura de la autora respecto a sus
adversarios doctrinales, con sus intencionalidades ocultas y sus resonancias
históricas; y sobre todo llama la atención sobre la audacia de esta escritora y
mujer: Ponerse a escribir ella para
enseñar, aunque sólo fuese a sus monjas, parecía una osadía pocas veces vista
en una Iglesia fuertemente androcéntrica y una cultura tradicionalmente
misógina.
Para entonces ya había
terminado el libro de la Vida, que contenía muchas indicaciones y
consejos sobre la oración, pero era materia reservada y peligrosa en aquellos
años, y sometida al juicio de la Inquisición.
Esta obra, “Camino de Perfección” que Teresa redactó
dos veces, es un manual para la reforma de la Iglesia, que se sitúa en el
proyecto reformista iniciado por las fuerzas vivas de la Iglesia y del Estado
en la España de mediados del siglo XV, como hemos señalado más arriba. De forma
más precisa, el libro adopta una línea ya marcada: muchos reformadores de la
vida del clero, de los religiosos y religiosas y del mismo laicado, proponían
la práctica de la oración —coral, litúrgica y personal—, como un medio adecuado
para la reforma de las costumbres, mostrando además, como en el caso de la
Santa, el ejercicio de las formas místicas de la oración. La obra escrita de
Teresa ha de ser colocada junto a las de S. Juan de la Cruz, S. Ignacio de
Loyola, S. Juan de Ávila, fray Luis de Granada, García Jiménez de Cisneros,
Francisco de Osuna, Bernardino de Laredo, y otros autores, que son verdaderos
forjadores de una «reforma» católica de la Iglesia.
En su recepción, este escrito –dice Daniel de Pablo Maroto- ha
sufrido varios reduccionismos, empezando por su interpretación en clave de obra
de contra-reforma, o de resistencia anti-luterana, y no tanto como lo que es:
un aglutinado espiritual que asume las mejores y más genuinas fuerzas
cristianas de la Iglesia universal y de todo tiempo; un manual de comunidades
religiosas, y no un manual de ética individualista; un manual para comunidades
laicales, y no sólo para personas consagradas en clausura. En el capítulo
III, Teresa sugiere la universalidad de la reforma, que alcanza más allá
de sus religiosas monjas a todos los que quieran tomarse en serio la vida
cristiana. Su objetivo era despertar las fuerzas dormidas en el seno de la Iglesia de Cristo.
d) Los
problemas con la Inquisición
Hemos espigado algunos testimonios sacados de los
escritos de Santa Teresa de Jesús. Su obra literaria constituye una de las
referencias del espíritu de la reforma. Esta escritora, reformadora, mística,
tuvo siempre el ojo de la Inquisición puesta en ella. Ella —y también el joven
carmelita S. Juan de la Cruz, que le ayudará en su empresa— sufrirán la sombra
de la sospecha que sobre la vida espiritual y mística se cernía entonces en
España. Las ansias de hacer lo poquito son las que la han llevado también fuera
del convento para propagar su estilo de vida por medio de otras fundaciones.
Desde su experiencia de Dios elige y lleva a cabo una actividad misionera que
será estrictamente juzgada con el exabrupto con el que le amonesta el nuncio
Felipe Sega: fémina inquieta y andariega, desobediente y contumaz, «que a título de devoción inventaba malas
doctrinas, andando fuera de clausura, contra el orden del Concilio Tridentino i
Prelados: enseñando como maestra, contra lo que Pablo enseñó, mandando que las
mujeres no enseñasen».
En la Castilla de
Teresa reinaba un clima de suspicacia donde se equiparaban de forma confusa el
luteranismo, el erasmismo, el recogimiento, el alumbrismo y las vías místicas.
Ante
los cancerberos de la fe la Madre Teresa se hacía sospechosa bajo varios
capítulos: mujer, orante y de origen judeo-converso. Las circunstancias de
persecución por la Inquisición
han sido narradas bellamente por Jesús Sánchez Adalid en su última novela, Y
de repente, Teresa. Como dice él
en las páginas finales, es una novela escrita por encargo de los carmelitas
para este año centenario. Él ha querido retratar uno de los aspectos, a su
juicio más desconocidos de la vida de Teresa: los procesos de estar bajo la
lupa de la Inquisición
Las pesquisas de la Inquisición se centraron en el
examen del Libro de la Vida, entre 1547 y 1585. Cuando la autora muere
en 1582 todavía no había habido un veredicto definitivo. Por orden del
inquisidor apostólico general, Gaspar de Quiroga, el padre dominico Domingo
Báñez y prestigioso teólogo de Salamanca, resumió en 1575 la Vida de
Teresa ante la Inquisición, y en su censura afirma que no hallaba en ella
ningún «error doctrinal» y que las visiones podían calificarse de divinas. Las
visiones y las meditaciones de la Santa quedaban a salvo frente al cargo de
iluminismo planteado por la Inquisición. Aquí culmina el desenlace de la novela
de Sánchez Adalid. Teresa ha expresado con determinación su deseo de mantenerse
en la ortodoxia:
Si alguna
cosa dijere que no vaya conforme a lo que tiene la santa Iglesia católica romana,
será por ignorancia y no por malicia. Esto se puede tener por cierto, y que
siempre estoy y estaré sujeta, por la bondad de Dios, y lo he estado a ella. (Moradas del castillo interior)
El Libro de la
Vida se convertirá en la obra más importante del misticismo católico de la
Edad Moderna y servirá de ejemplo para otras mujeres que van a relatar y poner
por escrito las experiencias de su vida interior.
5. Verdadera y falsa reforma en la Iglesia:
«ecclesiasemperreformanda», Iglesia siempre llamada a la reforma, a la
purificación.
Y, ciertamente, cada tiempo y cada época tiene una
forma peculiar de vivir el imperativo «ecclesia semperreformanda». En la
historia de la Iglesia resuenan con timbre especial la «reforma carolingia» y
la «reforma gregoriana». Pero fue, como hemos dicho, la reforma iniciada por
Lutero la que acaparó el término y se reservó el uso de la palabra en
mayúscula, de modo que se fue convirtiendo en una palabra casi prohibida en el
lenguaje de la Iglesia católica romana o incluida polémicamente en la fórmula
«contra-reforma». No obstante, se puede constatar un uso moderado en los textos
del Concilio Vaticano II, en competencia con ese otro término más neutro de
«renovación» que le ha venido sirviendo de sustituto. Se puede decir que el Vaticano
II fue un concilio de reforma, desde el lema que le imprimió S. Juan XXIII: el aggiornamento.
A día de hoy, la expresión reforma de la Iglesia está bien aclimatada en
nuestro lenguaje teológico, siendo la mejor prueba de ello su utilización por
Benedicto XVI en el discurso navideño pronunciado ante la curia romana el año 2005 para tipificar la clave adecuada
de la interpretación del Vaticano II: una hermenéutica de la reforma frente a
una hermenéutica de la discontinuidad o ruptura.
En 1950, unos años antes de la convocatoria y
celebración del Concilio Vaticano
II vio la luz de la imprenta un libro con carácter pionero, Vraie et fausse
réforme dans l’Église, del dominico Yves Congar. Y llaman la atención, por
dispares, algunas reacciones que él mismo ha recogido en su Diario del Concilio
acerca de este libro cumbre y atrevido en aquellos tiempos recios, cuya
traducción fue prohibida muy pronto desde Roma.
La reacción del cardenal Ottaviani es paradigmática.
Tras la primera reunión de la Comisión teológica preparatoria del Concilio, el
15 de noviembre de 1960, le dijo que en su libro había páginas muy bellas, pero
otras eran su contradicción: ¿por qué poner de relieve todas las debilidades de
la Iglesia? Ello socava la confianza en la jerarquía y en el magisterio. Frente
a esta reprensión y reproche, Juan XXIII, que también había leído el libro,
ante las preguntas, ¿se puede hablar de reforma de la Iglesia?, ¿puede la
Iglesia o debe reformarse?, el Papa bueno añadía este comentario: Sin embargo, es un buen teólogo e
historiador el que ha escrito este libro.
En el prólogo a Vraie
et fausse réforme dans l’Église introduce la noción de una necesaria
«reforma» en la Iglesia gracias a la distinción entre estructura (constitutiva,
institucional, jerárquica) y vida (realidad histórica, dinámica,
comunional de los fieles). También esa dimensión de la «vida» de la realidad
eclesial le ha permitido hacer hueco a los laicos concediéndoles un espacio
amplio en el interior y en la misión de la Iglesia como sujeto religioso. Una
«teología de la vida» toma en consideración el desarrollo histórico de la
Iglesia. Con un notable sentido histórico como principio metodológico, Congar
propone una revisión de la vida de la Iglesia a la luz del Evangelio. Para este
teólogo dominico la divisa de la orden fundada por Domingo de Guzmán, buscar la
Verdad, es inseparable de la perspectiva histórica, es decir, una verdad
«historizada»: La historia tiene un lugar
eminente en mi reflexión teológica. En la advertencia preliminar nos recuerda
que había publicado cuatro fragmentos de la primera redacción, cuyos títulos
indican ya el alcance de sus preocupaciones: pecado y santidad de la Iglesia;
condiciones de una verdadera renovación; ¿por qué el pueblo de Dios debe
reformarse sin cesar?; culpabilidad y responsabilidad colectivas.
Teniendo como trasfondo la Reforma luterana, Congar se
preguntaba acerca de las condiciones para una reforma sin cisma. Señalaba estas
cuatro: 1) primacía de la caridad y del sentido pastoral; 2) permanecer en la
comunión con el todo; 3) la paciencia, el respeto a las dilaciones; 4) renovar
mediante el retorno al principio de la tradición.
De
esta pasión por la unidad y por la reforma de la Iglesia de Yves Congar
participan algunos textos muy significativos de la constitución dogmática sobre
la Iglesia, Lumen gentium, de los que se puede presumir su autoría. Se
trata, por ejemplo, de un pasaje del artículo 9 del capítulo II, sobre el
pueblo de Dios: La Iglesia, caminando en
medio de tentaciones y tribulaciones, se ve confortada con el poder de la
gracia de Dios, que le ha sido prometida para que no desfallezca de la
fidelidad perfecta por la debilidad de la carne, antes, al contrario, persevere
como esposa digna de su Señor y, bajo la acción del Espíritu Santo, no cese de
renovarse hasta que por la cruz llegue a aquella luz que no conoce ocaso.
(LG II, 9).
Otro de los textos
más significativos de la constitución Lumen Gentium fue utilizado por
Benedicto XVI en la carta apostólica en forma de «motu proprio», Porta fidei,
con la que proclamó el Año de la fe el 11 de octubre de 2012, fecha
conmemorativa del cincuenta aniversario de la inauguración del Concilio. El
texto reza así: Mientras que Cristo,
“santo, inocente, sin mancha” (Hb 7,26), no conoció el pecado (cf. 2 Cor 5,21),
sino que vino solamente a expiar los pecados del pueblo (cf. Hb 2,17), la
Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre
necesitada de purificación, y busca sin cesar la conversión y la renovación. La
Iglesia continúa su peregrinación “en medio de las persecuciones del mundo y de
los consuelos de Dios”, anunciando la cruz y la muerte del Señor hasta que
vuelva (cf. 1 Cor 11,26). Se siente fortalecida con la fuerza del Señor
resucitado para poder superar con paciencia y amor todos los sufrimientos y
dificultades, tanto interiores como
exteriores, y revelar en el mundo el misterio de Cristo, aunque bajo sombras,
sin embargo, con fidelidad hasta que al final se manifieste a plena luz.
(LG I, 8).
Aquí, la problemática de la reforma de la Iglesia
peregrina, formulada en términos de purificación, conversión, renovación,
se inscribe en una reflexión acerca de la realidad paradójica de una Iglesia santa
y necesitada de purificación, a causa del pecado de sus miembros.
Ahora bien, para dar cabida a los dos elementos nucleares del pensamiento de
Congar, reforma y unidad, hay que referirse al artículo 6 de Unitatis
redintegratio, donde leemos: Toda
renovación de la Iglesia consiste esencialmente en un aumento de la fidelidad a
su vocación; ésta es, sin duda, la razón de por qué el movimiento tiende hacia
la unidad. La Iglesia, peregrina en este mundo, es llamada por Cristo a esta
reforma permanente de la que ella, como institución terrena y humana, necesita
continuamente; de modo que si algunas cosas, por circunstancia de tiempo y
lugar, hubieran sido observadas menos cuidadosamente en las costumbres, en la
disciplina eclesiástica o incluso en el modo de exponer la doctrina —que debe
distinguirse cuidadosamente del depósito mismo de la fe—, deben restaurarse en
el momento oportuno recta y debidamente. (UR 6).
A este mismo texto apela el Papa Francisco en su
exhortación apostólica sobre La alegría del Evangelio, donde insiste en
la reforma de la Iglesia por la renovación de su compromiso y salida misionera.
Muchas
gracias
DIALOGO
P. Sobre los “tiempos recios”
R. Todos los “tiempos son recios”, pero a cada quien le
toca vivir los suyos. Evidentemente, el siglo XVI, con lo que supuso la Reforma
protestante, es irrepetible. Hoy, en el siglo XXI, y después del Vaticano II,
estamos en unas circunstancias distintas de aquello que fue desencadenante de
la crisis del XVI, una ruptura interna del cristianismo; ahora estamos en la
época del ecumenismo. Se pueden trazar paralelos pero hay que hacer análisis
distintos. Efectivamente, el indeferentismo es algo muy medular. No me ha dado
tiempo a desarrollarlo más pero ya insinuaba que una mujer como Teresa da unas
pistas de cuál es su experiencia en torno a esa cláusula: “Búscame en
ti-búscate en mi”, núcleo de la espiritualidad teresiana; probablemente en
estos “tiempos recios” nuestros donde se plantea la pregunta ¿Dónde está vuestro
Dios? ¿Dónde está tu Dios? podríamos retormar por ahí.
Solo me cabe corrobar que en “tiempos recios” del XVI
y “tiempos recios” de este comienzo del siglo XXI, el mensaje de Teresa es, fundamentalmente,
una reforma de la cabeza y de los miembros; no tiene sentido hablar solo de la
reforma en las altas instancias y estructuras, sino tocar también lo más
interior y más íntimo. En esta línea creo que se mueve el Papa Francisco quien
ya insistía, en su primera entrevista, en que la primera renovación es la
interior, la de los corazones; las reformas estructurales vendrán después. Es
lo que estamos viendo en su mente y en su proyecto de pontificado. La sintonía
con cualquier gran espiritualidad es muy grande.
P. Sobre los movimientos reformistas…
R. En primer lugar, es peligroso hacer análisis blanco/negro. Es decir, no
cualquier movimiento, por el hecho de ser reformista, está verdaderamente
sometido a la criba del discernimiento. No he hecho más que mencionar los
cuatro criterios que Congar mencionaba para una verdadera reforma sin cisma,
sin ruptura ni estridencias. Congar fue acallado desde su primera obra del año
1937, por titular un libro “Cristianos desunidos”. Hablaba sencillamente de
cristianos desunidos, cuando “lo procedente” hubiera sido hablar de cristianos
herejes, cristianos cismáticos. No hay blanco/negro; las realidades históricas,
teológicas y sociales hay que analizarlas más despacio. Un movimiento
renovador, como es el movimiento cátaro, acaba siendo un movimiento en la
heterodoxia; sin embargo otros movimientos apostólicos que ansían volver a la
puridad evangélica, como las llamadas “órdenes mendicantes” -franciscanos y
dominicos- son movimientos que se enrolan en la gran marcha de la Iglesia.
La reforma por la reforma
puede ser tan nociva como la regresión por la regresión. Hay que analizar muy
bien y hacer un discernimiento de espíritus.
Los grandes reformadores
como Santa Teresa de Jesús, San Ignacio de Loyola, San Juan de la Cruz o San
Francisco Javier, se han movido en ese terreno donde se han visto cuestionados
porque indicaban vías nuevas…
Viniendo al caso concreto de
Congar, es un verdadero ejemplo. El Padre Arrupe es una figura que conozco bien
y venero. Y siempre que hay ocasión, pedir en los foros donde sea pertinente un
proceso de beatificación. Son hombres con un grandísimo respeto a la autoridad
que les ha elegido, a la tradición, y abriendo caminos y vías nuevas.
Congar, alguien que conoce
como nadie la tradición de la historia de la Iglesia, dice de Hans Kung (que
para muchos será el portavoz de la reforma de la Iglesia posconciliar): Éste es un reformista con muchas prisas; hay
que ir más despacio -alude a uno de los criterios que me mencionado antes:
la paciencia-. Nuestra Iglesia es una
maquinaria muy lenta…
Sobre la cuestión de la
mujer y su puesto en la Iglesia, esperemos que se sigan abriendo puertas.
Teresa de Jesús, tiene una conciencia muy clara del sojuzgamiento de la mujer
en aquella época. Y emplea algunas triquiñuelas en su manera de escribir
“Camino de perfección”: de eso hablo para
mis monjas, porque me vayan a decir que estoy arrogándome el carisma del
predicador, del maestro… Es una mujer muy inteligente; está diciendo eso
para sus monjas, pero subrepticiamente lo está diciendo para todo el mundo…
Es de desear que, en la
medida de posible, se siga avanzando en la línea de lo que dice el Papa
Francisco en el sentido de que se dé carta de ciudadanía a todo lo que pueda
realizar una mujer en la Iglesia.
[1] TERESA
DE JESÚS, Obras completas, Editorial de Espiritualidad, Madrid 2000.
[2] Teofanes EGIDO, «Ambiente
histórico», en Introducción a la lectura de Santa Teresa, Ed. de
Espiritualidad, Madrid 2002. D. DE PABLO MAROTO, Santa Teresa de Jesús.
Nueva biografía (Escritora, fundadora, maestra), Ed. de Espiritualidad,
Madrid 2014.
[3] S. ROS GARCÍA,
«Mística y misión en Teresa de Jesús»: Sal Terrae 103 (2015)