Escribir para
Santa Teresa es relacionarse con lo que desconoce. La búsqueda de un
interlocutor que le haga decir lo que no sabe explicar. Cinco siglos después de
su nacimiento seguimos leyéndola con gozo
Santa Teresa”, escribe Cioran, “era una esposa de la
canción, un corazón traspasado, el misterio del solitario, de una pasión divina
imparcial, la misma fuerza, lo mismo... Todo su tambaleo en un trance de
éxtasis es la esposa del Cantar que deambula y no encuentra, es todo el
embebecimiento sabroso, es la esposa de la canción que ha logrado su propósito,
o que ha sido secuestrada por sorpresa”. Una esposa en busca de su amado, que
sigue su rastro en la oscuridad, que se adentra con él donde nadie puede
verles.
El Dios en el que cree Santa Teresa no es una entidad
abstracta, como el dios de las grandes religiones, sino que tiene una dimensión
humana. No solo habla con él sino que llega a describirlo físicamente: habla de
su cuerpo, de sus gestos, del color de sus ojos. Habla de él como la esposa del
Cantar lo hace de su amado. Y, como la esposa, también ella busca un lugar
escondido y secreto, donde recibirle, pues todo ese mundo de visiones,
arrobamientos y gozos inefables, ese mundo de hermosos desatinos de los que
ella da cuenta en sus escritos solo hablan del cuerpo transfigurado por el
amor.
Los pasajes en que nos cuenta sus raptos no tienen nada en común
con los delirios de un psicótico. Un delirio es un sueño que no se puede
compartir,
que solo le pertenece al que lo tiene, que no cabe abandonar. Y los delirios de
Santa Teresa lejos de apartarla del mundo la hacen soñar con una comunidad de
iguales, una comunidad de mujeres. En realidad, tan pronto se encuentra con
Dios corre a reunirse con sus monjas para contárselo. Y como prueba de ello ahí
está el Libro de la vida, que es sin duda uno de los libros
más extraordinarios, inclasificables y deleitosos que se han escrito en nuestra
lengua. Una Sherezade celeste es lo que Santa Teresa soñaba ser.
Santa Teresa no se limita a hablar con
Dios sino que lo ve, y se ve atravesada por él. Este es el famoso pasaje en que
Santa Teresa describe uno de esos encuentros: “Vi a un ángel cabe mí hacia el lado
izquierdo en forma corporal... No era grande, sino pequeño, hermoso mucho, el
rostro tan encendido que parecía de los ángeles muy subidos, que parece todos
se abrasan... Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me
parecía tener un poco de fuego. Este me parecía meter por el corazón algunas
veces y que me llegaba a las entrañas: al sacarle me parecía las llevaba
consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios. Era tan grande el
dolor que me hacía dar aquellos quejidos, y tan excesiva la suavidad que me
pone este grandísimo dolor que no hay desear que se quite, ni se contenta el
alma con menos que Dios. No es dolor corporal, sino espiritual, aunque no deja
de participar el cuerpo algo, y aun harto. Es un requiebro tan suave que pasa
entre el alma y Dios, que suplico yo a su bondad lo dé a gustar a quien pensare
que miento... Los días que duraba esto andaba como embobada, no
quisiera ver ni hablar, sino abrasarme con mi pena, que para mí era mayor
gloria, que cuantas hayan tomado lo criado”.
Se trata de un rapto consentido, la escena de una
amante arrebatada en la noche por el ser que ama. Estamos en el reino de la
adoración, y adorar algo es abandonar el reino del yo, del sujeto, y desaparecer
en esa noche de la que hablan las canciones de alba. Los amantes, en esas
canciones, no quieren que la noche termine, no quieren que amanezca porque eso
supone encontrarse con aquellos que eran antes de conocerse. “El cuerpo del
amor se vuelve transparente”, escribe José Ángel Valente en uno de sus poemas.
Y añade: “No busca el alba, no amanece el cantor”. Es de ese espacio sustraído
a la identidad, a la razón, al alba, de lo que habla Santa Teresa en sus
trances.
“La poesía”, escribió Lorca, “no quiere adeptos sino
amantes. Pone ramas de zarzamoras y erizos de cristal para que se hieran por su
amor las manos que la buscan”. Santa Teresa es una de esas amantes, por eso
sufre constantes trastornos y llega a enfermar una y otra vez en ese camino de
perfección. Se ha hablado de crisis epilépticas, de problemas histéricos, de
trastornos derivados de unas fiebres reumáticas mal curadas y de otras
dolencias reales o imaginarias. Pero su cuerpo es el cuerpo de todos los seres
heridos de los cuentos.
Los cuerpos heridos por la pena o el desprecio de los
demás, que no fue sino lo que ella misma tuvo que sufrir a causa del origen
judío de su familia y de su condicion de mujer. Es la ley de los cuentos, que
nada esté completo, por eso su mundo está poblado de seres y lugares rotos.
Seres a los que les faltan los brazos, que no pueden ver o andar, que viven
presos en torres que nadie visita, que han perdido la voz o que tienen que
realizar las tareas más complicadas o visitar los reinos más extraños.
Santa Teresa siempre cumple con esas tareas y regresa
de esos reinos. Como el trapecista, vuela a lo alto, pero sabe que tiene que
descender, ocuparse de sus monjas, de su escritura, de sus compromisos con el
mundo y con su propia fe. Por eso quiere reformar el Carmelo, para hacer frente
a esos compromisos. Para ella, un convento es un lugar donde vivir. De ahí su
humor, la ironía que desprenden sus escritos. La ironía transforma el templo en
una casa.
“No era grande, sino pequeño”, escribe del ángel que
la visita. Ese ángel es una metáfora preciosa del amor, porque el amor, como el
juego de los niños, es el reino de lo pequeño. La celda en que escribía Santa
Teresa era un lugar diminuto. Escribía sentada en el suelo, poniendo el papel
sobre el duro jergón, ya que apenas había espacio para más. Es curioso señalar
a este respecto la importancia que tienen los diminutivos en el Libro
de la vida. Se ha hablado de su valor afectivo, y de cómo esa forma
gramatical expresa el estado de pobreza espiritual del alma que empieza su
camino de perfección, pero su verdadero significado es otro.
“Casa de trece pobrecillas, unos trabajillos envueltos
en mil contentos, una triste pastorcilla, estas maripositas de las noches...”,
todos esos diminutivos son su manera de mantenerse en ese reino de lo pequeño
esencial. Lo pequeño es el símbolo de lo que está en el umbral, lo abierto a
otras formas de realidad, al lugar donde viven los deseos. Su mundo es el mundo
de graciosa afectividad de los villancicos y las canciones populares.
Pero ¿no es la escritura también una forma de hacerse
pequeña, de desaparecer en ese silencio que es su sola razón de existir? Santa
Teresa no escribe porque se lo hayan pedido sus superiores, pues de ser así
¿cómo sus palabras tendrían esa gracia, estarían tan llenas de deseo? Escribir
para ella es relacionarse con lo que desconoce. La búsqueda de un interlocutor
providencial que le haga decir lo que no sabe explicar; la espera, en suma, de
la gracia. Una respuesta a preguntas que no nos habíamos hecho, eso es la
gracia para ella. Tal es el misterio de Santa Teresa, y lo que hace que cinco
siglos después de su nacimiento podamos seguir leyéndola con gozo: transforma
la religión en poesía. Porque religión y poesía no siempre son lo mismo (y esta
es la desgracia de las religiones). La religión nos ofrece respuestas; la
poesía nos enseña a amar las preguntas aun sabiendo que no pueden ser
contestadas.
Gustavo Matín Garzo es escritor.